domingo, 10 de diciembre de 2017

Del latín "ser fuerte / tener valor"

Ése es el origen de "EVALUAR".

Y bajo mi punto de vista, ése debería ser nuestro cometido como maestros: que con la evaluación nuestros alumnos salieran reforzados, sintiéndose más fuertes, más valorados y con menos miedos, y no hundidos en la miseria según qué resultados o sintiéndose superiores a sus iguales por ídem.

¿Os confieso algo? Ni entiendo ni comparto el sistema actual de evaluación, al menos el que se emplea para Primaria. Me parece absurdo, incompleto, contraproducente, insuficiente e irreal.
Y más si pienso en mis alumnos de 1°.

¿De verdad debo valorar si A lee mejor o peor con un número? ¿Qué información le estoy haciendo llegar a su familia si digo que D tiene un 6 en lengua? ¿Que va leyendo pero no? ¿Que lee pero silabea? ¿Que lee pero no comprende? ¿Que lee pero no es capaz de escribir al dictado? ¿Que lee y escribe al dictado pero ni entiende ni escribe de manera espontánea? ¿Y si le pongo un 7 en matemáticas?
Menos mal que, por mi naturaleza rollera e incorformista, escribiré un comentario personalizado a cada alumno, destacando sus puntos fuertes y explicando sus puntos débiles, y así sus familias tendrán algo más clara la evolución de sus pequeños, más allá de un 8 o un 5. Y aun así, no será suficiente.

¿Por qué no nos lo cargamos?
El sistema de evaluación, digo.
Es que, salvando las distancias, me parecía bastante más justo el que usaban conmigo cuando iba al colegio: Progresa Adecuadamente y Necesita Mejorar. Y así, al menos, la información sobre cada asignatura ya te indicaba si el alumnado avanzaba según el ritmo programado o más lentamente de lo "establecido" o esperado. Y quedándonos con el concepto base, más rápido o más lento, el alumno avanzaba, con aspectos a mejorar, vale, pero el enfoque era más amplio, o a mí me lo parece.

Y con esto no digo que deberíamos recuperar aquello, ojo, pero sí que deberíamos abolir la nota numérica.
Ni el trabajo, ni el esfuerzo, ni la motivación, ni siquiera los conocimientos adquiridos se pueden medir con un simple número.

Conocimientos: 6,2
Trabajo personal: 1,25
Aseo y materiales: 0,8
Actitud frente al trabajo: 0,75

¿En serio? ¿0,8 qué?

Para mí tiene el mismo sentido que responder con un "Macarrones con tomate" a la pregunta: "¿Qué hora es?".

Si yo pienso como madre y me pongo al otro lado del boletín... Me quedo como el emoticono de wassap que sube los hombros con las palmas de las manos hacia arriba.
A mi hijo le ponen un 7 en matemáticas. Ok. ¿Y qué quiere decir eso? ¿Que suma pero no resta? ¿Que suma y resta pero no resuelve problemas? ¿Que a nivel conocimientos va sobrado pero no pega ni chapa? ¿Que sólo lo hace bien los días impares?
¿Veis por dónde voy?

Pero ¿y si me pongo en el lado del niño/niña que lee por primera vez sus notas y que lo único que sabe o deduce es que 10 es lo más de lo más? ¿Qué lectura saca de su boletín y el de sus compañeros? Porque, queramos o no, hablarán de sus resultados con los demás, y compararán sus notas. ¿Entenderá que J es la mejor porque tiene muchos 10es? ¿Pero y por qué ella/él no tienen tantos o ninguno? Pero si se ha dejado la vida en clase, incluso en casa, practicando la resta ayudándose de macarrones crudos y de las decenas y unidades... Pues vaya chasco. ¿Qué más da que use macarrones o albóndigas si luego todo se resume en tener un 10 o un 4?

A mí, personalmente, me resulta mucho más costoso evaluar con un número sin más que escribir un buen informe de cada alumno y de sus avances. Me parece injusto y absurdo.

Sería un sueño que hiciéramos desaparecer en Primaria la nota numérica, que total no influye en nada en el temido acceso a la universidad, y que elaborásemos informes completos de cada uno de nuestros alumnos en los que, no sólo informáramos sobre sus avances y aquellos puntos "débiles" que hemos encontrado respecto a los contenidos programados. Sería un sueño si, en ese informe, destacáramos sus cualidades humanas y habláramos de los gustos que nosotros hemos detectado, para así poder hacer sugerencias que dieran un empujón a sus puntos débiles siguiendo sus gustos y motivaciones, de cómo aprenden, con qué se ilusionan, que áreas prefieren y qué tipo de actividades eligen en sus ratos libres.

El sábado hablaba con P y A, dos buenas amigas, y mejores maestras, sobre lo mal montado que tenemos el chiringuito de la evaluación.
Hablábamos de los alumnos de infantil y (el antiguo) primer ciclo de primaria. Hablábamos de que no se puede medir con un simple numerito todo lo que nosotros observamos de cada alumno, en cada uno de los muchos aspectos de cada área, ni lo que ellos nos transmiten con cada acción y cada reacción, en todas sus actuaciones.

¿Y si nos cargamos el sistema de evaluación con numeritos para mejorarlo?

¿Y si nos inventamos uno, que en realidad ya está inventado, basado en la información directa y completa, la comunicación escuela-familias y la apreciación de las diferentes inteligencias y estilos de aprendizaje?

¿Y si tenemos el valor de hacer una REVOLUCIÓN en la evaluación? ¿Y si le damos la vuelta y la convertimos en lo que debería ser?

Sí, he dicho REVOLUCIÓN... del latín "dar vueltas".
Sí, hablaba de EVALUAR... del latín "ser fuerte / tener valor".

Ahí lo dejo. 😉


miércoles, 6 de diciembre de 2017

Llamémosle... ¡Villancico!

Antes de leer esta entrada, te invito a escuchar la letra de esta canción.

VILLANCICO POP - CADENA 100

No es larga, prometido.
Vale la pena escucharla (y sentirla) porque no es un villancico al uso.
Es una canción con alma.
Una canción atemporal y una lección para nosotros, los adultos, que debería ser lectura obligatoria cada mañana, de las que se tienen en la mesita de noche y se releen de vez en cuando.

Por eso la elegí el curso pasado para que mis alumnos felicitaran la Navidad a sus familias, y por eso la he vuelto a escoger éste, para que mis nuevos alumnos se la canten a sus compañeros de nivel, a los maestros y a sus familias. El fin: que nuestro público (adulto) escuche el mensaje en forma de voz infantil, que parece que siempre toca más la fibra. Porque esta canción es un canto a la humanidad, a la sinceridad, a la autenticidad y a la bondad, porque sí y sin más. Que ya es mucho.

"...Cuando mis sueños se convierten en realidad,
Cuando la gente se demuestra su cariño,
Cuando un revólver se lo piensa... ¡Es Navidad! ¡Y no sólo para niños!...

Y al volver la vista hacia detrás,
Tendremos que arreglar nuestros despistes,
Perdonar a quien nos engañó (¡TELA!),
Dar triunfo a quien perdió y reír al triste..."

El primer día que la escuchamos en clase, y después de dejar que la oyeran una vez, la volvimos a poner, pero para parar en cada estrofa y analizar su mensaje.

Sí, mis alumnos tienen 6 años, algunos ni eso, ¿y? Eso no los hace menos capaces de comprender qué es ser buena gente y cuánta necesidad tiene el mundo de que sea Navidad cada día.

Porque la Navidad es una época bonita por y para la infancia. Y porque, a mi modo de ver, ahora que me pasé al lado oscuro de los adultos, y del que me escapo siempre que puedo, la Navidad es una época ficticia para el resto.

Lo que vivimos los adultos en esos "cuatro" días concentrados es un espejismo, que acaba conforme los Reyes Magos dejan su carbón dulce y sus regalos.
Fin de la historia.

Eso sí, durante esos cuatro días nos esforzamos en que todo parezca bonito, bueno, dulce y bla bla bla. Hacemos tal apología a la irrealidad que ríete tú de la movida que George Lucas se inventó para Star Wars.

¿Y luego? Pues luego nada.
Volvemos a juzgarnos, a criticarnos, a mirarnos por encima del hombro, a ser individualistas y bla bla bla.
Pero ¿Qué dices mujer? Qué ganitas de polémica, ¿no? Si hasta hacemos el "amigo invisible" y regalamos cosas a quienes de normal juzgamos, criticamos, miramos por encima del hombro y bla bla bla.
Pues eso.

Que nos hace mucha falta recuperar esa voz interior infantil. La genuina, la que cree en la magia del día a día.
Necesitamos expandir el espíritu navideño a los 365 días del año, a ver si así, con suerte, conseguimos sacar a flote el espectáculo de inhumanidad en el que nos hemos convertido.

Y si los responsables de este mundo sin alma somos los adultos, quienes hemos de arreglarlo somos nosotros.
Y arreglarlo no pasa por enseñar a nuestros alumnos un villancico, inventarnos un bailecito más o menos acorde, en función de nuestra gracia e ingenio, pedirles que se adornen con un espumillón dorado y sonreír mucho mientras cantan.

No. No se trata de eso. Que subirnos a un escenario y venirnos arriba es todo uno.

Remendar el roto pasa por el día a día.
Entre nosotros y con ellos.
Pasa por ir al mercado de las buenas intenciones cada mañana, antes de lanzarnos al mundo adulto de lleno, y pedir:

- Medio kilo de respeto. No, mejor póngame el camión entero.
- Un kilo de espíritu de equipo.
- Dos kilos de compañerismo.
- Un cuarto de sinceridad y un cuarto de prudencia. Por eso de compensar el nivel de ingesta.
- Todo lo que le quede de humanidad.
- Medio kilo de admiración al prójimo y otro medio de reconocimiento del éxito ajeno.
- Y póngame, si acaso también, unas cortaditas de inocencia, locura y valentía, todo en el mismo paquete.

Yo creo, de corazón, que si invirtiéramos nuestros ahorros en semejantes ingredientes, íbamos a darle la vuelta al mundo en cuestión de semanas.
Pero no hay "tutía".
Vamos tan acelerados por las mañanas que la paradita en el mercado ni nos la planteamos.

Así que nada.

Pasamos al plan B: cantar canciones con mensaje y llamarlas villancicos.
A ver si cuela. 😉

domingo, 3 de diciembre de 2017

Maestros con C de capacidades, competencias y CORAZÓN.

A principios de este año, mi amiga Cristina (lo de la C no creo que sea casual), que estaba acabando psicología, me habló de Mar Romera. 
Había tenido la suerte de asistir a una de sus jornadas y me contaba, emocionada, cómo le había volado el tiempo escuchando a esta mujer. Pero lo que más me marcó fue que me dijera que con cada cosa que contaba cuando hablaba de los niños, de los niños en la escuela, había pensado en mí, y en las muchas conversaciones que habíamos tenido sobre el proceso de enseñar y aprender.
Así que me dije que yo tenía que ir a escuchar a Mar Romera sí o sí.

La primera vez que tuve la suerte de quedarme embobada con ella, literalmente hablando, fue en mayo. 
No sabéis lo que significa encontrarse cara a cara con esta gran comunicadora para alguien que cree en una escuela humana, hecha por, para y con los niños, pero además formada por personas, incluyendo a las familias, que tienen como leitmotiv el AMOR, así en mayúsculas, que queda más cursi.

Mar Romera ha vivido la escuela desde dentro, pasando por todas sus etapas, universidad incluida, así que no habla de oídas sino desde sus entrañas. Pero lo que más llama la atención de ella es que alguien con su bagaje profesional (¡Flipas!, que diría ella) colega de primera mano de Tonucci, que se codea con la creme de la creme de la neurociencia... Resulta ser la humildad y la naturalidad personificadas. 

Y claro, con todo este combo, te enamoras. Y te falta tiempo para apuntarte a su nuevo curso.
Y cuando estás casi en la misma butaca que la otra vez, y empieza su ponencia con un temazo de Pink Floyd, vuelves a emocionarte. Y cuando comienza a hablar sobre Carlitos, en representación de todos los Carlitos del mundo, y a comparar a la escuela perfecta con Hogwarts y a Dumbledore con el director ideal, vuelves a llorar como una magdalena, de impotencia, de esperanza, de ilusión, de rabia, por sentirte comprendida y por saber que la escuela con la que sueñas existe, es posible y que para hacerla realidad sólo tienes que "tirar muros y vacas". O eso dice ella. Y claro, dicho así, suena hasta fácil. 
Y así te despides de Mar con un "hasta luego" porque tienes la certeza de que volveréis a encontraros pronto, y con el corazón llenito de calor, de calor del bueno, del calor que hace escuela.

Pues, señores, aunque no lo parezca, yo en realidad no venía hoy a hablar de Mar Romera. Yo venía a hablar de los maestros de corazón, que curiosamente empieza igual que capacidades y competencias. 

Venía a hablar de esos maestros que sonríen cada mañana mientras dicen taitantas veces "buenos días", que empiezan la semana preguntando a sus alumnos sobre su fin de semana, pero sin fin académico, sólo por saber y para hacerles conectar. Hablo de esos maestros que les cuentan a sus alumnos cómo se sienten, sin necesidad de contarles su vida, aunque se la contarían si ellos preguntaran, porque así los ayudan a entender que hoy anden más serios o simplemente más cansados. Hablo de los que nunca gritan y siempre hablan dulce, porque para corregir no necesitan elevar la voz, les bastan las palabras adecuadas y la mirada. Hablo de los que nunca rompen, y menos aún en público, el trabajo de sus alumnos porque entienden que eso los humillaría y les daría un mensaje más que destructor. Hablo de los que no etiquetan ni emiten juicios de valor negativo mientras hablan del alumno como si no estuviera delante, o peor, como si fuera un mueble. Hablo de los que no generalizan para hablar sobre su clase y tampoco la califican con palabras grotescas. Hablo de los que cuando ven que la clase no avanza en algún aspecto, académico o humano, se preguntan en qué están fallando o qué pueden mejorar y no echan balones fuera "porque es la peor clase de la escuela". Hablo de los que caminan de la mano de las familias de sus alumnos porque entienden que si no hay equipo no hay partido, y si no hay partido, nunca puede haber victoria. Hablo de los que no castigan sin recreo a favor de un trabajo que no se acabó, sino que le dan la vuelta a la tortilla para llevarse al alumno a su terreno sin necesidad de robarle el único rato de esparcimiento que tiene, y que necesita. Hablo de los que enseñan jugando y de los que juegan sin ánimo de enseñar nada, porque saben que hasta en esas situaciones se dan ocasiones de aprendizaje. Hablo de los que interrumpen la rutina para poner una canción bonita y hablo de los que trabajan con música en el aula. Hablo de los que usan la magia inventada para que la verdadera magia ocurra en sus cabecitas. Hablo de los que salen al patio a dar clase porque sí. Hablo de los que les enseñan a no hacer filas justo para que aprendan naturalmente a ir de manera ordenada, tranquila y cívica, la vida misma. Hablo de los que lloran con ellos de emoción y usan sus lágrimas de colchón para que ellos empaticen y se atrevan a soltar lastre. Hablo de los que abrazan, besan y miman. Hablo de los que quieren a las familias dentro de la escuela, pero de verdad, más allá del festival de Navidad, porque las quieren y las necesitan de manera activa y participativa, siempre al lado, nunca en frente, para hacer equipo y no para darles lecciones de educación.

Pues sí. Yo hoy venía a hablar de esos maestros que valoran a sus alumnos con el corazón y por su corazón, y que precisamente por eso son sensibles de reconocer las capacidades individuales de cada uno de ellos, a sabiendas de que ésas serán las que los harán competentes en algunos aspectos y por las que tendrán dificultades en otros. Y además, les harán ver que NO PASA NADA, porque la heterogeneidad es riqueza. Y porque las diferencias son un abanico de infinitas posibilidades si trabajamos juntos. 

Y esto es lo que firmemente creo que le viene faltando a la escuela: MAESTROS DE CORAZÓN, con respeto real a la diversidad en la enseñanza, a la de sus iguales, para poder apreciar después las distintas capacidades de cada uno de sus alumnos y con la certeza de que nada es absoluto, ni los métodos ni las modas educativas. 

Yo creo que la única verdad absoluta en la escuela son los alumnos, su corazón y sus necesidades. 

Así pues, gracias Mar, por decir verdades como puños y por intentar hacer de la escuela un mundo digno para la infancia.

Está claro que lo que necesitamos no son maestros "último modelo en innovación educativa", sino más MAESTROS CON C, de CORAZÓN.