El interés de un niño por aprender siempre nace del juego.
Nuestro papel en el proceso de enseñanza-aprendizaje debería ser el de fomentar esa parcela, en vez de matarla a base de mecánicas de trabajo repetitivas, o mensajes negativos ante el error, porque es justo del error de lo que aprendemos.
No hay nada más fácil que enseñar a un niño que está motivado y cuya ilusión se mantiene intacta.
No hay nada más bonito que enseñar jugando a un niño que quiere jugar.
Los niños se ilusionan ante la novedad, cuando les creamos expectativas positivas sobre su aprendizaje y somos capaces de convertir las dificultades en aventuras y retos.
En la naturaleza del niño está la inquietud por descubrir. Su necesidad de saber, manipular y probar es espontánea. Y si entendemos eso y, además, respetamos el ritmo madurativo de cada niño, surgirá el milagro.
Convertir una operación matemática en una situación cómica para ellos, simular diferentes voces cuando les leemos y levantarnos de un salto a teatralizar la lectura, contar historias con una linterna, salir al patio a investigar libreta en mano, disfrazarnos para ayudarles a cambiar de lengua, dedicarles una canción, contarles cómo nos sentimos, rapear los conceptos más difíciles, decir el número de la página en decenas y unidades, escribir mensajes con plastilina y con música de fondo, que inventen cuentos de personajes disparatados e historias sin mucho sentido, dejar que aporten a clase objetos o experiencias relativas a lo que aprenden (o no) y que decidan ellos qué colgar en el aula y cómo decorarla (porque la clase no es nuestra), sin dejar de enseñar lo que deben aprender según el currículum... Es posible.
Sólo hace falta tener respeto por sus necesidades, conocimiento de sus gustos, interés en aprender de ellos, capacidad para meterse en su mundo y muchas ganas de divertirse enseñando.
Y sobre todo... No dejar de jugar nunca. Porque sin juego, no hay partida. Y si no hay partida, difícilmente podremos llegar a la meta. 😉
No hay comentarios:
Publicar un comentario