El proceso de enseñanza-aprendizaje no es comparable a una ciencia exacta, porque en él intervenimos personas, no números. Y las personas somos volubles, cambiantes, variables, imprevisibles y sensibles a las emociones.
La enseñanza es movimiento constante.
No, no hablo sólo de los niños en su papel de alumnos. Hablo de nosotros, los adultos, en nuestro papel de maestros y familias.
No hay dos días iguales porque no hay dos días en que nuestro humor, nuestro carácter y las circunstancias que nos rodean e influyen en ambos lo sean.
Por tanto no puede haber dos días en que enseñemos lo mismo y de la misma manera. Ni por ellos ni por nosotros. Porque esto de la enseñanza va de tratar con personitas, muchas a la vez, diferentes, con distintas maneras de ver la vida, de asimilarla, de aprender sobre ella y de interesarse y entusiasmarse por ella.
El sábado tuve la gran suerte de poder escuchar a cuatro personas dedicadas al mundo de la enseñanza (César Bona, Juan de Vicente, Marta Molina y Jordi Mussons) que insuflaron en mí el rayito de esperanza que necesitaba para seguir. Para seguir haciendo las cosas desde el corazón digo, y no desde las ataduras a los guiones preestablecidos. Porque enseñar va de abrir los ojos de quienes tenemos delante a un mundo que es un caos, y enseñarles a defenderse y a utilizar los medios que tienen a su alcance para sobrevivir en él.
Enseñar va mucho más allá de rellenar páginas de libros, cuadernos o fichas. Que no digo que no tenga que hacerse. Pero lo que está claro es que enseñar a sumar y no ayudarles a vivenciar situaciones reales en las que usar las sumas, hacerles memorizar el proceso digestivo durante años y no crearles una conciencia alimenticia saludable, o hacerles aprender ríos sin ser capaces de sacarlos fuera del aula a amar la naturaleza y poder aprender de ella in situ... Para mí no tiene sentido.
En el mundo educativo vivimos anclados en el pasado más pasado. En el principio de la historia. Seguimos dando clases en las que nosotros somos todo el tiempo la figura principal. Decimos (y mentimos) que centramos nuestra enseñanza en los intereses de los alumnos, o eso cuentan los temarios de oposición, y continuamos llevando nosotros la voz cantante en todo. Preguntamos para que nos respondan. Explicamos para que nos escuchen. Dictamos para que copien. Ni preguntan. Ni escuchamos. Ni dejamos lugar a la improvisación. Porque hasta si hacemos proyectos no arriesgamos a dejar el tema a su elección, ya nos encargamos de dirigir con mucha mano izquierda sus intereses para que nos cuadren con los nuestros. ¡Pero si hasta los guiamos para elegir el nombre de la clase cuando están en infantil!
Nos parece una locura reducir el número de libros o cuadernos complementarios porque entonces nos sobran horas. ¿Nos sobran horas? ¿En serio? ¿Con todo lo que tenemos que enseñarles más allá de la lectura, la comprensión y las matemáticas? A mí me faltan.
A mí me faltan horas para poder llevar a cabo todas las iniciativas que se les ocurren a ellos cuando los dejamos expresarse, pero de verdad, no de "ah, sí, sí" para cortar rápido y seguir con la ficha.
Me faltan horas para que aprendan jugando, que es como más aprenden porque desarrollan esa parte tan suya y tan necesaria del ensayo-error.
Me faltan horas para llevármelos a ver mundo, el suyo, el de su pueblo, el de la tienda de la esquina, el de la estación de tren, el del mercado, el de la residencia de ancianos, el del consultorio. Me faltan horas para que aprendan de manera real y no a golpe de fotos y dibujos.
Y va y el sábado, estas cuatro personas que se han hecho eco en el mundo educativo por méritos propios, y que por suerte (la nuestra) tienen mucho tirón a nivel social, me vienen a decir con sus ponencias... ¡Que no estoy loca! ¡Ni sola! Y que darles a nuestros alumnos lo que de verdad necesitan empieza a ser una realidad cada vez más extendida, o al menos más comprendida y mejor vista.
¿Sabéis cuáles son para mí los principales problemas actuales en el sistema educativo, más allá del propio sistema que deja bastante que desear? La lectura que queremos hacer de él y nosotros, los propios maestros. Así es.
Porque hemos levantado el muro de Berlín educativo, una pared bien alta, que no ha hecho más que acentuar las diferencias entre quienes creen a ciegas en la enseñanza de siempre y quienes creemos que educar va más allá de cumplir con el currículum. Porque alguien nos ha vendido que lo tradicional y lo innovador tienen que vivir peleados y enfrentados. O nos lo hemos querido creer sin necesidad de una venta. A estas alturas no lo sé.
Parece que no somos capaces de dejar que cada cual haga lo que mejor se le dé, porque si no coincide con nuestras maneras, está mal. Y es entonces cuando aparecen los buenos y los malos, o los normales y los raros; hablando en plata, las ovejas negras.
Yo me reconozco oveja negra, tizón para más señas.
A lo mejor porque, además de sentir que enseño materias, necesito sentir que me implico a nivel afectivo y emocional con mi alumnado y sus familias. Aunque no se entienda (que no siempre se entiende). Aunque no se comparta (que no siempre se comparte).
Y por eso sueño con un futuro en el que todos los alumnos tengan derecho a una escuela que los escuche de verdad, a ellos, a sus familias, a sus ritmos, a sus habilidades, a sus capacidades, a sus necesidades y a las necesidades de la realidad social en la que vivimos. Porque sueño con una escuela en la que todos tengamos algo que decir, algo que construir juntos. Sueño con una escuela humana donde prime la humanidad y el querer formar personas. Personas que mejoren el ahora y que con ello estén sin saberlo tejiendo su futuro.
Soñar es gratis. Pero dicen que si sueñas algo con mucha fuerza, acaba ocurriendo.
El sábado hubo cuatro personas que hicieron que volviera a soñar que es posible una escuela mejor. Mejor para nuestros alumnos. Mejor para sus familias. Mejor para nosotros, los maestros. Pero no mejor por ser innovadora, sino mejor por ser una escuela hecha por personas para personas y con personas.
Gracias César, Juan, Marta y Jordi. De corazón.